viernes, agosto 31, 2007

SERIE PECADOS CAPITALES CAPÍTULO I: ENVIDIA

Doy inicio a la serie de siete entregas llenas de faltas a la moral y a las buenas costumbres. Lo que ningún confesionario ha oído, a un click de distancia. Señoritas de buena familia: escandalícense. Señores del Porvenir de Chile: ruborícense. Como siempre, bienvenidos todos aquellos sin temor a la excomunión. Benedicto ya no dormirá tan tranquilo.
De todos los pecados capitales considero que este es el que surge a edad más temprana. En mi caso, el remezón que despertó al bicho de la envidia, que cual bacilo de Koch duerme al interior de cada uno de nosotros, fue aquella joya de la juguetería de los añejos ochentas: El Castillo Greyskull. Por alguna razón, el mundo consideraba que mi vecino Chilly Willy lo merecía más que yo, a pesar de su olor y sus eternos mocos colgando. Odie a C.W. por tenerlo. ¿Es que acaso no bastaba con que tuviera una colección interminable de figuras?. ¿Es que no le era suficiente con tener a BatlleCat con armadura y todo?. No. El weva tenía además que tener el castillo. Aún me parece injusto. Y lo odié por tener lo que yo no tenía.
Aunque para los que me conocen personalmente, mi carácter envidioso pueda parecer sorprendente, debemos aclarar que por muy pajarón e individualista que uno sea, es imposible abstraerse del resto del mundo por completo, y cada cierto tiempo surgen ciertas cosas, tangibles o no, que hacen despertar a ese ser siniestro que nos hace desear, anhelar y, por que no decirlo, envidiar lo ajeno.
Las multitiendas, los malls, los gimnasios, los psicólogos, los fabricantes de autos y las farmacias se enriquecen día a día gracias a la envidia. Seamos taxativos: la envidia es la madre del consumismo ya sea de ropa, casas, autos o implantes de silicona. Y el consumismo es la única razón por la que millones están dispuestos a levantarse para ir a trabajar, así que por favor, no la menospreciemos.
Envidio el bucólico - pastoril pasto del vecino. Estoy seguro que en mi caso, efectivamente el de él es más verde, y juro que nunca lo veo regar. ¿Cómo lo hace?. Me da rabia el muy.....
Envidio, tal vez sea por que he llegado a comprobar no ser muy hábil con las palabras en voz alta, a los genios del “spoken word”, quienes me causan cierta incomodidad por tener aquello que no puedo lograr. Hugo Chávez y Fidel Castro se mandan discursos de seis horas, improvisando y sin equivocarse. Maestros. Los envidio.
Envidio a los que no engordan coman lo que coman. Malditos. En la universidad tenía un compañero cuya once consistía en cuatro panes más un jarro schopero de té (tenía que usar dos o tres bolsitas) con lo que mantenía su guata recta y costillas a la vista. A no ser de que haya sido culpa de una lombriz solitaria, lo envidio.
Envidio a los idiotas cuyo oído musical es envidiable. Si bien la parábola de los talentos me ha favorecido algo en esto, he conocido a animales que agarran una flauta y a la media hora están tocando a Beethoven como si hubieran recibido un curso de años. En cuanto a esto, mi talento ta-lento y avanzo de a poquito, mientras los instrumentos permanecen en el closet a la espera de su turno.
Hace poco en una conversación de amigos concluimos que la envidia sana no existe. Es un contrasentido. O hay envidia o no. Así de simple. Y nunca es sana. Lo demás, es un modo de decir de manera agradable algo que nos avergüenza decir de modo directo.
Lo peor, es que mezcla dos de los ingredientes que nunca deben estar juntos: es gratis y muy peligrosa. Como si alguien se pusiera a repartir armas gratis en la esquina de nuestras casas, todos tenemos en la envidia una fuente de mucho daño y dolor. Es por eso que los autores religiosos plantean que el castigo para los envidiosos en el purgatorio es cerrar sus ojos y cocerlos, por haber recibido placer al ver a otros caer.
En fin, considero que si países enteros están dispuestos a bombardear a sus vecinos con tal de obtener el petróleo, el mar, el territorio o cualquier otro recurso que les interese, envidiar el castillo de He- Man del vecino y tragarse la rabia no es más que una práctica común.
Espero.

jueves, agosto 09, 2007

JULEPE

Dentro de las pocas cosas que recuerdo de la película “Imagen Latente” (Perelman, 1988) está la que considero una de las mejores secuencias de thriller del cine chileno. En ella, tras creer ser perseguido durante varias cuadras por un auto, Bastián Bodenhofer, temiendo haber sido descubierto sacando fotos desde su vehículo a los centros de detención de los militares, termina diciendo: “Puta que es fácil cagarse de miedo”.
Demasiado fácil. Y siento que cada vez más, a medida que los años pasan por mí.
Mi viejo tiene una historia en la que cuenta como impidió que yo, en la edad en que apenas había aprendido a caminar, tomara una araña más grande que mi propia mano de entonces, en pleno cerro de la zona central. La historia aún me sorprende, pues la verdad, siempre he sido un tipo extremadamente retraído y temeroso.
Adverso al riesgo, como se diría en jerga de economistas. Medio amariconado, en el coa del barrio.
La única explicación que tengo para mi comportamiento de aquel entonces, es que producto de la falta de información, cuando niños, aparte de carecer de años y centímetros de estatura, estamos libres de esa maldita enfermedad que es el miedo. El jodido miedo. Ese animal espinudo que a veces nos visita por las noches y que gusta de colarse en las rendijas y escabullirse en los rincones de las casas. Ese bicho de mierda que se esconde en tu closet cuando eres niño, y que desaparece debajo de la cama o detrás de las cortinas justo antes de que el grito salga de tu boca. El mismo miedo que se oculta en los baúles antiguos, en los joyeros donde las señoras de antes guardaban sus secretos, en los diarios de vida, en los sueños.
Miedos, propios y ajenos he visto y oído para todos los gustos.
Ciertos animales, insectos y situaciones riesgosas son las más comunes.
La muerte, la soledad y el olvido, las más espirituales.
La pobreza y el desamparo, las más materialistas.
Personalmente tengo serias trancas con cosas bastante pedestres. Los ascensores, por ejemplo. Más allá de cualquier cliché me dan miedo. No les tengo confianza, al punto de que ocho pisos para mi suenan como una cantidad razonable de peldaños a subir. Lo mismo con todo aquello que implique alguna sensación de vacío. Un solo salto en bungee o esa caída libre antes de que se abra el paracaídas creo que bastaría para mandarme a mejor vida de un paro cardíaco. De una.
En su novela "Caracol Beach" (1998), Eliseo Alberto dice magistralmente que “el miedo es una camisa de fuerza” y es ahí donde creo está el mayor problema. Nos restringe. Controla nuestras decisiones dictándonos qué hacer. Tal como en el extremista caso de la señora que no se levanta si su horóscopo ese día anuncia una catástrofe al salir a la calle, en mayor o menor grado, todos nos dejamos llevar donde nos guía la pesada mochila del miedo.
Cruzamos la calle por miedo al perro del vecino o a la silueta del que nos parece peligroso. La señora del marido golpeador nunca lo manda a la cresta por miedo a que el weva le haga algo. El vecino del barrio marginal no denuncia al narco, por miedo a que lo maten. El subordinado ejemplar no denuncia los chanchullos del jefe por miedo a perder el bono de empleado del mes.
El miedo como factor de cambio. El miedo como mecanismo de control. El miedo como herramienta de hipnosis. El miedo como moneda oficial.
El viejo del saco podría querellarse. O al menos, cobrar derechos de autor por toda la pega que le ahorró a generaciones de padres que educaron en base a su imagen. Ni hablar del billete que debe haber ganado el que se anotó el poroto de inventar el espantacucos. Por su parte, Hollywood sigue echándole lucas a la registradora, intentando replicar lo que clásicos como Nosferatu, Frankestein, Drácula y otros hicieron sentir. E inexplicablemente aún quedan almas inocentes que se sorprenden con esos trenes fantasmas rascas de telarañas de gasa y giles disfrazados de calavera.
Bien lo sabe la tía del parvulario. Bien lo sabe el paco anti motines. Bien lo sabe Bush. Bien lo supo Pinocho y los suyos. Bien lo sabe Fidel. Puta que es efectivo el miedo.
¡No te tienen que respetar, te tienen que tener miedo weón!, me dijo una vez el saco de pelotas que solía ser mi jefe. Y debo decir que su política del terror (aclaro que nunca la practiqué), al menos a él, le funcionaba a todo dar.
Cuénteme qué le da julepe. Comente. Se le agradecerá.